miércoles, 25 de noviembre de 2015

¿Por qué es tan importante el juego para nuestros hijos?


Para los niños jugar es la actividad más natural, forma parte de su realidad y contribuye a su crecimiento como persona. Con el juego experimentan una sensación de placer que les motiva y les impulsa a la acción. Desde el Colegio San Viator somos conscientes de la gran influencia que tiene para el desarrollo armónico e integral de nuestros alumnos; estimularles a través del juego influirá en el desarrollo de su potencial creativo y determinará su manera de enfrentarse a otras experiencias en el futuro. Pero, ¿cómo se desarrolla el niño a través del juego y cómo podemos contribuir nosotros en ese desarrollo? Cinta Alegret Colomé, psicóloga y pedagoga, nos propone una serie de orientaciones que nos pueden ayudar a lograr dicho objetivo.
El juego favorece el desarrollo cognoscitivo del niño. A través de los sentidos capta la información que le ayudará a desplegar todas sus capacidades cognitivas y a crear nuevas realidades. Aprende conceptos, siente curiosidad, inventa juegos, resuelve problemas, desarrolla la flexibilidad. El juego contribuye a un mejor rendimiento académico.
1. Creatividad. Despierta su creatividad. Proporciónale para jugar objetos que tengas en casa como: cajas de cartón, latas, ropa que no uses...
2. Diversidad. Ofrécele diversidad en el juego: que sean imaginativos, de palabras, de estrategia o de imitación.
3. Por la cultura. Bríndale la posibilidad de conocer y disfrutar de la cultura en todas sus manifestaciones: música, pintura, danza, teatro, literatura infantil, etc.
También posibilita su desarrollo social y del lenguaje. El niño expresa a través del juego la necesidad de comunicarse con su entorno. Necesita sentirse ubicado y aceptado socialmente. Además, experimenta lo que significa: cooperar, autocontrolarse, negociar, turnarse o respetar normas.
4. Paciencia y tolerancia. Dale oportunidades para relacionarse con más niños. Y aprovecha el juego para trabajar valores como: la paciencia, la tolerancia, el humor.
5. Las normas del juego. Explícale de forma didáctica el juego y sus normas. Proporciónale un vocabulario rico y utiliza un tono comprensivo y reconciliador.

El juego potencia el desarrollo de la psicomotricidad. A través de la manipulación de objetos como: construcciones, plastilina o colores, se desarrolla la psicomotricidad fina y de movimientos como: arrastrarse, saltar, o correr, la psicomotricidad gruesa.
6. Despierta sus sentidos. Ayúdale a inventar y construir juegos con distintos materiales. Pero recuerda: que sea él el que dirija la acción.
7. El lugar de juegos. Organiza un espacio que sea estimulante, seguro y adecuado a sus necesidades, en el que tenga libertad de movimiento.
8. Al aire libre. Recupera juegos al aire libre, como la rayuela, la comba, las canicas... Estimulan el ritmo, la coordinación, la concentración y el lenguaje.
Otra de sus propiedades es que contribuye a su desarrollo emocional. El niño descubre sus propias emociones y las de los demás (enfado, alegría, sorpresa o rabia). El juego le ayuda a construir su personalidad y a potenciar su autoestima y seguridad.
9. La importancia de observar. Observa al niño cuando juegue, sus gestos, sus intereses, su lenguaje. Es una buena forma de descubrir sus preferencias y necesidades.
10. ¡A jugar! Participa de vez en cuando en su juego, le ayudarás a tener confianza y estrecharás vínculos. Respeta sus iniciativas y responde positivamente a sus requerimientos.
11. Y si se aburre? Permítele aburrirse de vez en cuando. Es entonces cuando se pone en marcha la imaginación.

lunes, 16 de noviembre de 2015

Límites que nuestros hijos nunca deben traspasar en la adolescencia


De todos es sabido que a día de hoy, es cada vez más usual ver un adolescente rebotado, faltando el respeto a sus padres….. pero, ¿nos hemos parado a pensar si en la forma de educar a nuestros/as hijos/as, tiene sitio el diálogo, la escucha o el debate para la toma de decisiones? Como respuesta a estas preguntas, Lucía Aparicio Moreno, pedagoga e investigadora en educación y adolescencia, nos facilita una serie de pautas  que os pueden ayudar a entender lo que sucede en ciertas etapas del crecimiento, en las que hay que saber reconocer determinadas  situaciones.

1.      Tener muy claros los límites que un hijo nunca puede sobrepasar.
La adolescencia es un período de transición, de cambio y, lo más importante, de aceptación. Cada persona es un mundo y, en ocasiones, esta etapa puede durar hasta pasados los 20 años. Muchas veces, los cambios que se producen no tienen nada que ver con el niño que teníamos ‘antes de’ y, para nuestra sorpresa, la convivencia se convierte en un sufrimiento tal, que acabamos por ceder a sus exigencias. Tenemos la sensación de estar ante
un tirano. Llegado este punto, la imposición de normas o el diálogo habrán llegado demasiado tarde. Ante las primeras faltas de respeto o ‘salidas de tono’, hay que poner freno.

2.      La adquisición de límites, aspecto importante a desarrollar.
A menudo, los adolescentes confunden la libertad con el hecho de tomarse la justicia por su mano, una situación muy repetida y difícil de sobrellevar. Es muy importante trabajar la convivencia y el día a día. Hay que hacerles entender que la libertad también es fruto de la no permisividad de los padres y de que estos no les den todas las facilidades que demandan. Para ello, es necesaria mucha paciencia e implicación por parte de los progenitores, pero beneficiará al hijo en el futuro.

3.      Bajo ningún concepto es permisible el insulto.
Es uno de los hechos más preocupantes y cada día más frecuente, por no hablar de la agresión física. Ante esto, tenemos que preguntarnos qué ha ocurrido hasta ahora para que nuestros hijos nos insulten; cómo hemos actuado con ellos; cómo ha sido nuestra relación hasta llegar a estos niveles de pérdida de respeto y qué grado de permisividad hemos ejercido los padres para llegar a un punto sin retorno. A un menor que comienza a insultar nunca se le debe dar oportunidad de réplica. Desde que se produce el primer insulto hay que tomar una actitud tajante y cortante, por mucho que los hijos recurran al chantaje emocional. Hay que recordar que el adolescente no es el adulto y que los roles deben estar bien definidos para evitar situaciones confusas. Además, el conflicto no siempre es algo negativo. A veces, una buena discusión puede sentar las
bases de una convivencia posterior que mejore con el tiempo.



4.      Organización y normas de convivencia, desde el principio.
Un menor de 11 o 12 años, e incluso más pequeño, jamás debe creerse con la autoridad y la verdad absolutas. Como tampoco puede ocurrir que un padre y su hijo se conviertan en aliados y se ‘rían las gracias’. Si esto ocurre, los roles se confunden. No se debe crear una relación de igual a igual, pues padres e hijos nunca estarán al mismo nivel. Con una buena organización y unas normas bien definidas y cumplidas con seriedad, la convivencia se resuelve más fácilmente y si hay faltas de respeto estas puede que se aplaquen y vayan desapareciendo. Lo que muchos adolescentes necesitan es un cambio que les ayude a centrarse. Una contestación que descoloque o que sea cortante, por supuesto sin abusar, puede acabar con muchos ‘humos subidos’.


5.      Buscar la conversación, pero nunca forzarla o tensarla.
Cuando los insultos se han convertido en la tónica general, nos encontramos ante un ‘gigante’ que puede generar problemas. En ocasiones, la situación puede solventarse intentando buscar el diálogo de forma distendida, pero sin forzarlo, cuando la situación comienza a complicarse con gritos o intento de agresión. No se trata de obtener una larga conversación, sino de encontrar la pregunta concreta y la que haga que el adolescente quiera terminar la conversación. Esa es la que le hará reflexionar.

6.      Reforzar lo positivo, no solo lo negativo.

Para que poco a poco el adolescente mejore su autoestima y tenga más autonomía, ya que lo necesita para su evolución y desarrollo como persona a la vez que sus hormonas se van relajando.